No es Singapur, no son niños japoneses. No tiene ese exotismo. Pero el escudo del Valencia desde hace unos cuantos meses, casi por generación espontánea, alcanza el reverso de las costuras en torno a la ciudad. A La Coma, el barrio de Paterna, donde se llegará tras haber pasado unos minutos antes por la mole del Nou Mestalla, la ballena varada. La Coma, bajo el estigma perpetuo de los bloques marginales y la población difícil. «De La Coma al retén, un santiamén», proclamaba una pintada en la pared en los chungos noventa.
En La Coma, fuera de focos, al margen de la solidaridad de alta costura, sin actos benéficos de lentejuelas, se ha inoculado un valencianismo casi anónimo. Al sol de los eriales y las carreteras que rodean un campo de fútbol. Un día cualquiera, a las cuatro de la tarde. Calor de abril. Por allí el Chufa Giner, el portero Lluís Pascual (el Van der Sar de Puçol), Arturo Boix... Enfrente de un campo al aire, el colegio de La Coma. Acuden ante la alerta del balón unas decenas de chicos. «Todos ellos con historias difíciles, imagínate». Las historias se difuminan en cuanto sus botas pisan césped y empieza para ellos una celebración. A un lado del campo un grupo nutrido de chicos, al otro las chicas.
Esta semana me colé en su fiesta, un simple entrenamiento donde juegan a fútbol y aprenden derivadas más valiosas, como empezar a adquirir ciertos compromisos, tomarle la medida a la colectividad, obtener recompensas a su esfuerzo, o justo lo contrario. Cosas de la vida, en fin, concentradas en un campito de La Coma donde la mayoría de jugadores son gitanos. Todo comenzó en diciembre en Burjassot. Uno de los niños, temeroso ante aquello, se refugiaba tras las espaldas de Lluís Pascual. El primer día que llovió no acudió nadie. Cuestión de costumbres. El segundo día que llovió, fueron casi todos. «Antes tenía que levantar a mi hijo de la cama para que estudiara un poco. Ahora, como sabe que si no aprueba no puede venir a entrenar, cuando yo me levanto ya está con los libros. ¿Qué le habéis hecho?». Ni la conversion de San Pablo camino de Damasco.
Tras todo ello están los nombres, caídos anónimamente, de la Federación Maranatha de Asociaciones Gitanas, Antonio Salvador, la Penya Valencianista per la Solidaritat, José Luis Zaragosí, el instituto de La Coma, la asociación de futbolistas del Valencia. Una combinación casual les ha hecho encontrarse. Los niños tienen las camisetas del Valencia, botas, un campo y entrenadores a su servicio. El ausentismo se ha reducido. A Raúl, el jefe de estudios del instituto, le brillan los ojos viendo como un equipo de chicas gitanas juegan a fútbol, superando los recelos familiares.
Seguramente no tenga la trascendencia de abrir un campus by VCF en países remotos o hacer acciones sociales al sur del sur. La Coma está muy cerca, aunque a la vez muy lejos porque nunca fijamos los ojos en su contorno. Allí la vida de unas decenas de adolescentes, con el escudo del Valencia por banda, ha empezado a mejorar gracias a una voluntad sencilla. No sé si GloVal o Local, pero de un efecto brutal.
Dice Josué que él quiere jugar en el Valencia. «Hostia, si ha venido mi chorba», dice éste otro. Pedrito asegura que su segundo equipo ahora también es el Valencia, por detrás del Barça. Una de las aspirantes a futbolista reconoce, muy pragmática, que ella es de quien gana. «Pues ahora el Valencia está ganando bastante, eh», le informa una compañera. Son victorias pequeñas, sin grandes altavoces. Una oportunidad para ganar otras trincheras. En La Coma ha aumentado la población de murciélagos.